Vivir, hoy en día, significa ser hiper-productivos, eficientes y agradables como máquinas sonrientes, cada hora que estamos despiertos. Se espera que seamos felices comprando un confort definido por quienes lo venden: que no nos sintamos tan confortables que dejemos de comprar, y que tampoco nos sintamos demasiado inconfortables como para caer en el criticismo. Se espera que salgamos a divertirnos rutinariamente una vez a la semana gastando el sueldo en comprar o alquilar diversión como premio por nuestro duro trabajo. Se espera que podamos dormir profundamente cada noche, con suerte sin soñar nada muy extraño, o en todo caso sin recordarlo, y que nos levantemos cada mañana dispuestos a hiper-producir sin chistar.
Esta sociedad ha catalogado como “depresión” cualquier signo de cuestionamiento al sistema, de desconfianza frente a lo que nos aseguran, de preguntarnos “que pasaría si no quiero hacer lo que supuestamente debo hacer”, o de sospechar que nos merecemos algo diferente.
Si no hacemos o queremos lo suficiente, se nos dice que debemos crecer, expandirnos.
Si hacemos o queremos demasiado, se nos dice que nos debemos enfocarnos, especializarnos.
No tener ambición, no esperar demasiado, tener dudas o miedos: castigado por medicación.
Expresar que nos merecemos más, querer demasiado de la vida, inspirar al cambio: castigado por encarcelamiento, tortura, deportación, o aislamiento.
Hasta que aprendamos cual es nuestro lugar.
Las cosas son más seguras cuando se mantienen bajo control: nuestros sentimientos racionalizados; nuestras vidas vigiladas. ¿O será de otra manera?
Una ciencia en particular, la filosofía, ha tenido por miles de años objetos de estudio muy interesantes: el conocimiento, la verdad, la belleza, la justicia, los valores, el pensamiento, el lenguaje, y el mismísimo sentido de la existencia humana. Los estudia desde un enfoque crítico, dando en general más importancia a las preguntas que a las respuestas.
¿Por qué entonces suena tan extraño que nosotros, cada tanto, también nos preguntemos acerca de estas cosas?
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Living, today, means being hyper-productive, efficient and pleasant as machines with a smile, every hour we are awake. We’re expected to be happy by buying a comfort defined by the ones who sell it, but never feeling comfortable enough to stop buying it, and never feeling too uncomfortable to risk falling into criticism. We’re expected to have fun once a week spending our pay check in buying or renting fun as our reward for a hard week’s work. We’re expected to sleep soundly at night, hopefully not dreaming anything disturbing, or in any case not remembering it, and that we get up again each morning ready to hiper-produce without complains.
If we don’t do or want enough, we are told to grow, to expand.
If we do or want too much, we’re told to focus, to specialize.
Not having ambition, not expecting enough, having fear of doubt: punishable by medication.
Expressing that we deserve better, wanting too much out of life, inspiring change: punishable by incarceration, torture, deportation, or isolation.
Until we learn our place.
Things are safer when they are kept under control: our feelings rationalized; our lives under surveillance.
Are they?
One particular science, philosophy, has had for thousands of years very interesting objects of study: knowledge, truth, beauty, justice, values, thought, language, and the very meaning of human existence. It studies them from a critical approach, and it gives importance to the questions more often than the answers.
Why does it sound so strange then, that every once in a while, we wonder about all these things as well?
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